8/11/12

Reality Check: Mi vida y el mundo digital

 

La digitalización del mundo está abriendo infinidad de posibilidades a la comunicación, la economía y las relaciones personales. Hace apenas veinte años tan sólo unos pocos visionarios entreveían la naturalidad con la que conviviríamos con lo digital: internet y la tecnología que gira a su alrededor nos permite comunicarnos con una facilidad sin precedentes en la historia, difundir ideas, compartir información, ofrecer ayuda, resolver problemas, conocer personas con intereses afines, desarrollar proyectos de negocio…

Esta revolución digital, sin embargo, avanza con frecuencia a unos ritmos superiores a nuestra capacidad de asimilación, y lo hace en un contexto de fragilidad cultural, marcado por la fragmentación y la opacidad de la imagen del hombre. El escepticismo acerca de la posibilidad de dar con unos valores humanos universales; la serena aceptación de que las diferencias culturales son irreductibles, a pesar del noble anhelo de la paz mundial; la convicción de que el ser humano puede reinventarse sin límites, y de que todo lo técnicamente posible es por lo mismo deseable: las tierras movedizas de la postmodernidad, en definitiva, se confían a las nuevas tecnologías, con la esperanza de que traerán el suelo que nos falta, la tierra firme de un mundo auténticamente humano. Pero la técnica sola, con todas sus ventajas y beneficios, no puede darnos las señas de identidad del hombre: ella llegó después.

La identidad humana no está ligada solamente a la conservación de una memoria individual y colectiva, sino sobre todo a la posibilidad de concebir la propia existencia como una historia con sentido, como una narración que no se disuelva en el absurdo de una mera suma de fragmentos de felicidad, una frenética sucesión de relaciones efímeras, o un progreso sin más norte que el progreso mismo. La identidad se fragua en la continuidad de un diálogo abierto consigo mismo, con los demás, y con la realidad; en la resolución para dar con las semillas de una genuina ecología humana y para desplegar la propia vida de acuerdo con ellas.

Las exigencias de la conectividad y de la inmediatez de la información; la deslocalización, que permite hacer varias cosas simultáneamente y en varios lugares; la creación de auténticos mundos paralelos, con sus propias leyes, entrañan el riesgo de despersonalizar las relaciones humanas, si hacen que todos estemos siempre en otro lugar. Si el deseo de conexión virtual se convierte en algo obsesivo, comenta Benedicto XVI, “la persona se aísla, interrumpiendo su interacción social real. Esto termina por alterar también los ritmos de reposo, de silencio y de reflexión necesarios para un sano desarrollo humano”.

Se hace, pues, urgente el reto de pensar, de un modo interdisciplinar, los caminos para preservar un tiempo y un espacio de dimensiones humanas en el que las personas echen raíces y desde el que construyan mundos humanos en todos los campos de la vida social: la economía, la arquitectura, la educación, el entretenimiento, la comunicación, la política, etc. En una sociedad que cada vez más se presenta como una abrumadora oferta de posibilidades se hace necesario redescubrir el suelo que las precede: el irrenunciable hogar de lo real.



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